lunes, 12 de mayo de 2008

MISOGINIA

—Fue usted, supongo —le dije señalando las luces con un movimiento de cabeza.
—Sí —admitió Coker—. La casa tiene instalación propia. Es mejor usar el petróleo que dejar que se evapore.
—¿Quiere decir que pudimos haber tenido luz eléctrica desde que llegamos aquí? —preguntó la muchacha.
—Si se hubieran tomado la molestia de poner en marcha el motor —dijo Coker, mirándola—. Si querían luz eléctrica, ¿por qué no lo encendieron?.

—No sabía que había un motor. Además, no sé nada de máquinas o electricidad.
Coker miró a la muchacha pensativamente.
—Así que siguió a oscuras —señaló—. ¿Y cuánto tiempo cree que podría sobrevivir quedándose sentada y a oscuras cuando hay tantas cosas que hacer?
La muchacha se sintió herida ante el tono de Coker.
—No es culpa mía si no sirvo para esas cosas.
—Permítame contradecirla —le dijo Coker—. No sólo es culpa suya, sino que es también una culpa en la que usted se ha complacido. Nada justifica que se sienta demasiado espiritual como para entender de maquinarias. Es una forma muy tonta de la vanidad. Nadie no sabe nada de nada en un principio, pero Dios da al hombre —y también a la mujer— un cerebro. No saber cómo usarlo no es una virtud que haya que alabar. Aún en una mujer es un defecto grave.
Como es natural la muchacha parecía molesta. Coker mismo parecía molesto desde que había llegado. La muchacha dijo:
—Todo está muy bien. Pero las mentes de distintas personas trabajan de distinto modo. Los hombres entienden el funcionamiento de las máquinas, y la electricidad. Las mujeres no se interesan comúnmente por esas cosas.

—No me mezcle leyendas y mentiras. No voy a aceptarlo —dijo Coker—. Usted sabe muy bien que las mujeres pueden manejar —o por lo menos han podido— las máquinas más complejas y delicadas cuando se molestan en entenderlas. Lo que pasa generalmente es que son demasiado perezosas para molestarse, a no ser que se vean obligadas a hacerlo. ¿Por qué van a molestarse cuando toda una tradición de conmovedor desamparo ha sido analizada como virtud femenina y se ha puesto el trabajo en manos de algún otro? Comúnmente es un artificio que nadie ha considerado necesario desenmascarar. En realidad, se lo ha alimentado por todos los medios. El hombre ha colaborado arreglando el incinerador de la pobre querida, y cambiando hábilmente los fusibles. La charada en su totalidad ha sido aceptada por ambos bandos. La dura eficacia complementa esa delicadeza espiritual y dependencia encantadora. Y es él quien se ensucia las manos.
Coker tomó aliento y continuó:
—Hasta hemos podido divertirnos a nosotros mismos con esa especie de parasitismo y pereza mental. A pesar de que se ha hablado durante generaciones de la igualdad de los sexos, las mujeres han hecho todo lo posible por continuar dependiendo de los hombres. Han cambiado un poco, como para adaptarse a las nuevas condiciones, pero sólo un poco... y de muy mala gana. —Coker calló un instante—. ¿Lo duda usted? Bueno, considere este hecho: tanto la muchachita descarada como la mujer intelectual traen a colación, cuando se trata de efectuar ciertos trabajos, su supersensibilidad. Sin embargo, cuando estalla una guerra, que acarrea deberes y obligaciones sociales, ambas pueden educarse y convertirse en mecánicos competentes.
—Pero ellas no eran buenos mecánicos —señaló la muchacha—. Todo el mundo lo dice.

—Ah, el mecanismo defensivo en acción. Permítame informarle que se dice eso en defensa de muchos intereses. Sin embargo —admitió Coker—, hasta cierto punto es verdad. ¿Y por qué? Porque casi todas las mujeres no sólo tuvieron que aprender muy rápidamente y sin una base adecuada, sino que tuvieron también que olvidarse de los hábitos alimentados cuidadosamente durante años y años. Habían llegado a creer que tales intereses les eran ajenos, y demasiado rudos para sus delicadas naturalezas.
—No sé por qué viene a refregarme todo eso por las narices —dijo la muchacha—. Yo no soy la única que no puso en marcha el motor.
Coker sonrió mostrando los dientes.
—Tiene usted razón. No es justo. Pero encontrar ese motor ya listo para funcionar, y pensar que nadie había hecho nada, me sacó de quicio. La torpeza de los inútiles me es insoportable.
—Me parece entonces que tendría que decirle todo eso a la señorita Durrant, y no a mí.
—No se preocupe. Lo haré. Pero no sólo le atañe a ella. También a usted, y a todos. Hablo en serio, ya lo sabe. Los tiempos, han cambiado de veras. Usted no puede seguir diciendo: «Oh, querido, no entiendo nada de estas cosas», y esperar a que otro haga el trabajo. Nadie puede ser ya tan estúpido como para confundir la ignorancia con la inconsciencia. Ni la ignorancia será ya algo gracioso o simpático. Será al contrario algo peligroso, muy peligroso. Si no nos apresuramos a entender muchas cosas que antes no nos interesaron, nadie saldrá adelante, ni los que dependen de nosotros.

—No veo por qué tiene que derramar sobre mí todo su desprecio por las mujeres —dijo la muchacha, malhumorada—. Y todo por un motor viejo y sucio.
Coker alzó los ojos al cielo.
—¡Dios mío! Y aquí he estado yo explicando que las mujeres tienen todas las capacidades y que sólo falta que las utilicen.
—Usted dijo que éramos parásitos. No es nada bonito oír eso.
—No trato de decir cosas bonitas. Digo sólo que en el mundo que acaba de desaparecer las mujeres tenían gran interés en actuar como parásitos.
—Y todo eso porque ocurre que no sé nada acerca de un motor ruidoso y maloliente.
—¡Demonios! —dijo Coker—. Olvídese un instante de ese motor, ¿quiere?
—¿Entonces por qué...?
—El motor es sólo un símbolo. Lo que importa es que tenemos que aprender no sólo lo que nos gusta, sino también todo lo que concierne al gobierno de una comunidad y a su mantenimiento. Los hombres no podrán contentarse ya con meter un voto en una urna y pasarle el poder a otro. Y nadie podrá decir que una mujer cumpla con sus obligaciones sociales porque convenza a un hombre de que la mantenga y le facilite un refugio donde pueda producir niños, irresponsablemente, para que otro los eduque.
—Bueno, no veo que tiene eso que ver con motores...
—Escuche —dijo Coker con paciencia—. Si tuviera usted un niño, que le gustaría más, ¿que creciera como un salvaje o como un hombre civilizado?
—Como un hombre civilizado, por supuesto.

—Bueno, entonces tendrá que crecer en un ambiente civilizado. Las normas que aprenderá, las aprenderá de nosotros. Debemos entender el mayor número posible de cosas, y vivir con toda la inteligencia de que seamos capaces, para darle así lo mejor. Eso representará un trabajo duro, y un mayor empleo del cerebro. Un cambio de condiciones tiene como inevitable consecuencia un cambio de perspectivas.
La muchacha recogió su zurcido. Durante algunos instantes miró críticamente a Coker.
—Con puntos de vista como el suyo creo que se encontraría más a gusto en el grupo del señor Beadley —dijo—. No pensamos aquí cambiar de perspectivas, ni dejar de lado nuestros principios. Por eso nos separamos de los otros. De modo que si las costumbres de la gente decente y respetable no son bastante buenas para usted, creo que sería mejor que se fuera a otra parte. —Y aspirando brevemente y con fuerza por la nariz, la muchacha se alejó.

Texto extraido de una de las obras maestras de la ciencia ficción: El día de los trífidos de John Wyndham (traducción sacada de internet).

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